El camión se movía con dificultad, ascendimos por la calle aurora y torcimos a la izquierda, calle morería – la ciudad, como una estrella, había estallado en pedazos y estos eran los últimos restos reconocibles -, avanzamos unos metros más y allí estaba, un rótulo de taberna irlandesa de película de piratas, decía:
Rebel Tattoo, Tatuajes
– Frene, es aquí, le dije al conductor, que me miró horrorizado. bajé y entré en el local. era una pequeña estancia de planta cuadrada y techo muy bajo, con las paredes repletas de dibujos cuidadosamente enmarcados, páginas sueltas de cómics, fotos de mujeres semidesnudas con tatuajes en lugares insospechados cogidas con chinchetas, y la música de Joe Cocker – el auténtico, el mejor, el negro – invadiéndolo todo.
Tras el minúsculo mostrador dos hombres se revolvían ordenando material. No cabía duda, eran alejo y manolo. En la sociedad de tatuadores, que comparte piso con la de taxidermistas, me habían dado sus nombres, eran los únicos que podían hacer algo así.
– Bien, tú dirás, es doloroso, ya sabes, no tienes pinta de marearte, dónde lo quieres, has traído el calco, no tenemos todo el día.
Les conté la historia.
Me tomaron por loco, empezaron a insultarme y faltó poco para que me echaran de allí a patadas. Conseguí calmarles, ellos me hablaron de técnicas de tatuado, de las distintas clases de agujas y sus efectos bajo la piel, de los americanos y sus extravagancias -te tomamos por uno de ellos-, de los cuadros de arcimboldi, de los ángeles del infierno y de la acera de enfrente donde ya no quedaba nada, yo les hablé de la independencia del soporte, de agudeza visual, de oculistas indios, de arquitectura parlante -ahora se dice así-, de fluxus, de maciunas y sus trabajos tipográficos y su aplicación a los optotipos.
Descargamos el material, unas piezas de vidrio laminar de diferente composición, formato, espesor y transparencia. Comenzaron el trabajo, – habrá que hacerlo por sesiones -, dijeron.
En un principio fue la tinta negra y el vidrio blanco, y después la tinta blanca, y los colores, …lo que iba a ser una sesión de unas horas se convirtió en una sesión sin fin, sólo paraban para comer un bocado y asomarse a la calle para estirar las piernas.
Las piezas que se descargaban eran cada vez más grandes, pero ya para entonces la cuadrilla de albañiles que había contratado iba por delante, -siguiendo mis instrucciones-, invadiendo recintos contiguos abandonados, abriendo pasos, apuntalando. Llegamos hasta el pasaje Conesa – un fabuloso espacio de cuatro plantas de altura – y allí instalamos las últimas piezas.
Había sido duro, pero el trabajo estaba ya acabado.
Vuelvo mucho por allí. Han añadido a las fotos de la pared sus últimos trabajos con Herzog&Meuron, Nouvel y toda la panda, y tienen pendiente desde hace tiempo una entrevista con Alejandro Zaera.
Sólo hay una cosa que no ha cambiado, siguen fieles a la música del auténtico, el mejor, el negro, Joe Cocker.